Martin de Aranezio, ‘Flor de Araguaney’

2025, 3 urtarrila

Flor de Araguaney
Martin de Aranezio
Ataramiñe, 2024

Imagen de portada: Arantza Eziolaza Galan
15cmx21cm
235 orr.

[eu] Araguaney lorea

→ berria.eus: Isildutako tortura kasu bat, argitara
→ naiz.eus«Araguaney lorea», Meliton Manzanasen «izugarrikerien etxean» barneratzea

Este no es el libro que al autor le hubiera gustado escribir. No lo es porque en un principio el objetivo era realizar una crónica donde se relatara con el mayor lujo de detalles lo que sucedió en Donostia con la vasco-venezolana María Mercedes Antxeta en el verano de 1961. La decisión de realizar una novela ha sido consecuencia de la falta de información con la que se ha encontrado en todo momento. No ha sido posible encontrar descendientes directos o familiares de la joven ni en Venezuela ni tampoco en Euskal Herria. No existe ningún documento oficial en Venezuela que nos dé pistas sobre las torturas a las que fue sometida por la policía española, a pesar de que en la época sus familiares intentaron presentar algún tipo de denuncia ante las autoridades de ese país sudamericano. En archivos oficiales españoles el caso ni siquiera existe

En homenaje a María Mercedes Antxeta.
En homenaje a todas las flores de aragüaney destruidas.

Introducción

«La tortura es omnipotente, el ser humano sometido a ella se encuentra, o está totalmente, absolutamente, en manos del torturador que puede hacer lo que desee con él. Nada queda de la persona torturada: su cuerpo y su alma están quebrados, doblados, “retorcidos”, al servicio de los otros que lo hacen temblar y gritar de dolor. En el nombre mismo, “tortura”, hay un “mal”. Se tortura “retorciendo”; y el resultado es un “mal”. La tortura no soporta el “derecho”. Es una tiranía máxima que un individuo puede sufrir, destruye la subjetividad misma del ser humano, y solo por esta razón es incompatible con el derecho».

Cautio criminalis”, Friedrich Von Spee, 1631.

Poco imaginaba el jesuita Von Spee que casi cinco siglos después que escribiera su obra humanista su trabajo aún siguiera teniendo tanta actualidad. En un mundo sometido al bombardeo incesante de los medios de comunicación, que nos permite conocer casi en tiempo real lo que sucede en cualquier parte del planeta, donde se supone que ya hubiera desaparecido el oscurantismo que durante siglos el Estado y las Iglesias impusieron para que su “trabajo sucio” fuera un secreto que a lo sumo algunos se empeñaban en condenar, la lacra de la tortura sigue presente desgraciadamente en nuestras sociedades. Los Estados, y también las Iglesias, han justificado siempre su proceder al utilizar la tortura como algo sistemático en la necesidad de defender a las sociedades de enemigos, fueran internos como externos.
En un principio incluso legislaron al respecto dotando al tormento de un apoyo legal que lo amparaba en función del supuesto “bien común”, que en la práctica no ha sido sino la defensa de los intereses de las clases dominantes en el Estado en cada momento. Se trataba de impedir que fuerzas o individuos reacios a aceptar el orden establecido consiguieran poner en peligro los resortes del poder. El tormento se convertía así no solo en el método para conocer el entramado que pudiese existir en medios opositores, sino también en la herramienta perfecta para crear el terror de masas que haría desistir a otros de sumarse al camino de la rebelión. Por supuesto, en el derecho antiguo también se utilizó la tortura como uno más de los recursos con los que se contaba para que los acusados de delitos comunes confesaran sus delitos, o para que denunciaran a sus cómplices. Pero, la tortura, a partir del momento en el que es un método por el cual los Estados y las Iglesias se defendían de sus opositores, entra a formar parte del entramado de seguridad de esas instituciones.
Se ha intentado convencer de que la tortura es algo que los Estados no democráticos han utilizado de manera sistemática para reprimir y desbaratar cualquier intento de acabar con su sistema político, que es algo del pasado y que en las sociedades democráticas es un tema superado gracias a la protección que las leyes otorgan al ciudadano. Nada más lejos de la realidad.
Darius Rejali, investigador estadounidense de origen iraní que ha dedicado muchos años de su vida al estudio de la tortura, es muy crítico con los Estados llamados democráticos y la relación que tienen con la tortura. Según Rejali, todas las peores innovaciones en el ámbito de la tortura se han realizado en el seno de las llamadas sociedades democráticas; denuncia por ello la hipocresía de esos Estados que nos quieren hacer creer que la práctica del tormento es algo del pasado, propio de sociedades no democráticas. En su obra “Torture and Democracy”, Darius Rejali denuncia que los Estados democráticos han perfeccionado los métodos de la tortura con el único fin de encubrirla, de que no deje huella en los que la padecen. Se puede concluir, por lo tanto, que la aplicación de la tortura en cualquier sistema político es una práctica recurrente de los Estados en defensa de sus intereses y de las clases que ejerzan la hegemonía en un momento determinado.
Podríamos incluso aceptar la tesis que diferencia entre la tortura “dura” y “blanda”. Podríamos aceptar como cierto, aunque los hechos lo nieguen siempre, que la tortura “dura” es característica de los Estados autoritarios o de la época más oscura de las Iglesias, mientras que los Estados modernos y democráticos (aquí las Iglesias se hacen invisibles, obviando su responsabilidad histórica) se ven obligados a recurrir a métodos de presión psicológica y de tortura “blanda” para defender a la sociedad y al bien común frente a aquellos que ponen en riesgo la convivencia de todos y el sistema legal imperante. Pero nos estaríamos engañando.
La crueldad que significa la utilización de la tortura en cualquiera de sus expresiones es siempre la misma. Se puede destrozar a una persona a golpes, se le puede quemar mediante electricidad, se le puede sumergir en líquidos hasta que casi su corazón se detenga por falta de oxígeno, se le pueden estirar en la rueda los músculos hasta casi desgarrarlos… Pero la agresión sería la misma que si se le priva de sueño durante muchos días, o de líquidos, o si se le deja de alimentar durante semanas incluso, si se le somete a aislamiento sensorial o, al contrario, a ruidos ininterrumpidos, si se le lleva al límite con amenazas de hacer sufrir delante suyo a amigos o familiares. Siempre el resultado es el mismo: la destrucción de la voluntad propia del individuo para que el Estado consiga los objetivos que busca. La única diferencia es que la responsabilidad del Estado se difumina ante denuncias por la utilización de la tortura, se hacen desparecer las marcas físicas que la aplicación de la tortura “dura” produce. Ya no existirán pruebas del maltrato cuando el torturado quiera denunciar ante un juez o un fiscal, ya no habrá evidencias que demuestren el tormento. Pero el resultado amoral de destruir a una persona será el mismo.
¿Podemos creer que existe alguna diferencia entre los tormentos a los que fue sometida María Mercedes Antxeta y otros miles de detenidos de esa época a manos de Melitón Manzanas y sus agentes de la BPS en 1961, y los tormentos a los que fueron sometidos Joxean Lasa y Joxi Zabala en 1983 a manos de la Guardia Civil de Galindo y sus tropas?
No existe ninguna diferencia excepto que la primera los sufrió en una época en la que podemos considerar que era “normal” que ocurrieran, en pleno franquismo, y que Joxi y Joxean sufrieron el tormento con la “democracia” ya establecida. Los dos casos nos demuestran que, sea en la época que sea, el Estado recurre a la tortura como una de sus principales herramientas para someter a los disidentes o, en el caso de Antxeta, de quien pensaban que lo era. Ni siquiera se molestaron con Joxi y Joxean en utilizar los métodos que ya se estaban imponiendo, la llamada tortura “blanda” que exime al Estado de sus responsabilidades ocultando su práctica. Ambos casos son ejemplos de tortura “dura”, también porque en ambos casos el Estado seguramente tenía prevista la desaparición de los cuerpos de los detenidos desde un principio, después de haberlos sometido al máximo sufrimiento para estar seguro de haberles sacado toda la información de la que disponían. En el caso de Joxi y Joxean, como en el de Joseba Arregi o Mikel Zabalza, por citar algunos, desgraciadamente el Estado llevó sus planes hasta sus últimas consecuencias, y los cadáveres de los dos jóvenes guipuzcoanos no aparecieron hasta varios años después, ejecutados por sus torturadores. Mercedes Antxeta tuvo algo más de suerte, pero no mucha más, pues falleció 46 días después de ser liberada y haber sufrido horrendas torturas que destrozaron su cuerpo.
El franquismo y el sistema político que le sucedió, tras una Transición que quiere presentarse como modélica, pero que en nada cambió las prácticas anteriores, tienen muchos hilos conductores de continuidad. El franquismo le legó a la “democracia” los mismos jueces que condenaban a muerte o a largos periodos de cárcel a los opositores, le legó muchas de las figuras políticas que apoyaron al régimen franquista, le legó unos cuerpos policiales y militares que en nada variaron sus prácticas, pero sobre todo le legó la tortura como arma para acabar con la disidencia. Una tortura que trascendió el tiempo, sofisticada, eso sí, para proteger al Estado, pero que se siguió aplicando por los mismos cuerpos policiales y militares contra quienes, cada uno en su tiempo, se oponían al status quo hegemónico. Existen muy pocas diferencias entre los Manzanas o los Conesa del franquismo, con los Billy el Niño, los Hidalgo o los Galindo de la Transición y de la democracia. Todos ellos son herramientas de un Estado llevado al estado puro, aquel que decide que necesita una mano fuerte para acabar con los opositores de una época o los terroristas de la otra. Y se convierten en la línea del tiempo que une las dos realidades.
Una línea del tiempo que también se aplica en cuanto a la impunidad que poseen los torturadores de oficio, que cuentan en todo momento con la complicidad del Estado para esconder o minimizar su verdadero trabajo, que cuentan con jueces y fiscales para mirar a otro lado cuando la evidencia de la tortura es notable, y que convierten demasiadas veces a la víctima en victimario cuando se denuncian las prácticas de sus funcionarios.
Una línea del tiempo que se manifiesta también en la corrupción que ha caracterizado en todos los tiempos a los cuerpos policiales y militares. La permisibilidad de la que han gozado para ejercer el poder que el Estado les otorga, no solo en temas “legales”, sino incluso delincuenciales. Si la Brigada Político Social franquista, con Manzanas a la cabeza, era el referente del contrabando de mercancías en la frontera entre la Euskal Herria peninsular y la continental, Galindo y sus hombres lo fueron en la introducción de toneladas de heroína en las ciudades y pueblos vascos. Por supuesto este tráfico tenía claras intenciones político-sociales, como era desactivar a la juventud vasca para que no se comprometiera en las reivindicaciones pendientes, y también con el objetivo de crear una red de confidentes esclavos de sus adicciones, pero también suponía un premio adicional que el Estado les otorgaba en pago a sus servicios. No en balde el tráfico de tabaco de contrabando en los años 80 también se protegía, se monitorizaba y controlaba desde el cuartel de Intxaurrondo. Premios que el Estado otorgaba, además de numerosas condecoraciones y ascensos, a quienes más fervientemente lo defendían desde la primera línea.
La tortura en el Estado español tiene una línea de continuidad histórica tan perversa que incluso ha llegado a contaminar a cuerpos policiales de nueva creación, como la Ertzaintza, que debían haber sido más bien el punto de ruptura con esas dolorosas circunstancias y métodos. Incluso ha llegado a contaminar a cuerpos policiales que no habían estado tan involucrados en temas represivos, como policías forales o municipales. Es la prueba más absoluta que el Estado tiene necesidad de imponerse porque se siente débil, porque siente que la ciudadanía y sus aspiraciones van por caminos diferentes. Ahora se habla de la necesidad de un nuevo modelo policial en Euskal Herria, no es un debate nuevo, pero sí recurrente. No es casual tampoco que aparezca cada vez que una u otra policía es protagonista de violencia contra la ciudadanía. Pero la sociedad ha de ser consciente que el cambio ha de ser absoluto. No es posible crear una nueva conciencia policial manteniendo vivas las consignas del pasado; no basta con cambiar de mandos a unos policías que han sido educados y adiestrados en la represión del opositor, en la lógica de acabar con el enemigo interno. Es imposible reciclar a los miembros que han estado involucrados en malos tratos y torturas, porque de hacerlo así el modelo nuevo nacería muerto y se regresaría al puerto de partida.
Es una nueva conciencia ciudadana la que debe imponerse, aquella que haga salir definitivamente de Euskal Herria a los cuerpos policiales que siempre se han comportado como fuerzas de ocupación en tierra extranjera. Pero también para que la policía vasca, la policía que esté al servicio del conjunto de la sociedad vasca y no de unos intereses particulares, se avenga a derecho, respetando lo que somos, los derechos de todos, y acompañando a la sociedad a resolver los graves problemas que la afectan. Es nuestra oportunidad para hablar de la tortura como algo del pasado, algo que muchos de los nuestros sufrieron por luchar por las libertades de todos. Quizá la última oportunidad para que hablemos de la tortura con la convicción de que ya nunca más volverá a producirse. Una policía conformada por personas que se sientan parte del país, no infiltrada por miembros de cuerpos policiales o militares y de fascistas que han demostrado que solo sienten odio por nosotros. Con un proceder humanista.
Este no es el libro que al autor le hubiera gustado escribir. No lo es porque en un principio el objetivo era realizar una crónica donde se relatara con el mayor lujo de detalles lo que sucedió en Donostia con la vasco-venezolana María Mercedes Antxeta en el verano de 1961. La decisión de realizar una novela ha sido consecuencia de la falta de información con la que se ha encontrado en todo momento. No ha sido posible encontrar descendientes directos o familiares de la joven ni en Venezuela ni tampoco en Euskal Herria. No existe ningún documento oficial en Venezuela que nos dé pistas sobre las torturas a las que fue sometida por la policía española, a pesar de que en la época sus familiares intentaron presentar algún tipo de denuncia ante las autoridades de ese país sudamericano. En archivos oficiales españoles el caso ni siquiera existe, algo que puede considerarse “normal” por la amnesia que se ha querido implantar con todos los casos de torturas practicados por las fuerzas policiales españolas, entonces y siempre. Se recurrió también a la ayuda de personas dedicadas a la historia o a la recuperación de la memoria histórica, pero a pesar de sus valiosas aportaciones, no se consiguió juntar suficiente material para relatar con fidelidad lo sucedido a la joven mujer. Su nombre y las torturas que sufrió aparecen siempre en todos los trabajos, artículos o denuncias de víctimas del tiempo en el que Melitón Manzanas era el jefe de la Brigada Político Social en Donostia. Es recurrente que su caso aparezca cuando se denuncian las bestialidades que ese cuerpo policial, y en especial su jefe, llevaron a cabo contra la población donostiarra en esa época. Por supuesto, los archivos policiales siguen cerrados a investigadores, y es más que probable que tampoco aparezca nada en ellos, pues el objetivo de su trabajo nunca ha sido dar a conocer la verdad, sino más bien ocultarla y proteger a quienes con tanto afán protegieron al sistema de enemigos en cualquier tiempo.
El único medio de comunicación que denunció las torturas sufridas por María Mercedes Antxeta en 1961 fue el diario “El Nacional” de Caracas. En un editorial, el diario venezolano relató los métodos de tortura más duros que sufrió la joven, y denunció que la policía española la había sometido a ese tormento por no ayudar a defender “la unidad de España”, algo que estaba fuera de cualquier lógica medianamente inteligente pues, tal y como dijo el medio de comunicación, «la muchacha nada podía saber, porque era una simple turista en Donostia».
Por todas esas causas, el autor decidió escribir una novela que intentara ceñirse lo más posible a los hechos, sobre todo en relación con los tormentos a los que se sometió a Antxeta. Los métodos de tortura más duros que utilizaron con ella se han reflejado en la historia tal y como los dio a conocer el diario “El Nacional” en el editorial publicado. Los otros métodos de tortura que aquí se relatan son el resultado de una extensa investigación que el autor ha realizado, donde la parte más importante la constituyen los cientos de testimonios de torturados en los últimos 60 años en cuarteles, comisarías y centros policiales españoles y de la Ertzaintza. Los implicados se verán reflejados en esta historia como vivida en carne propia porque en realidad ellos la sufrieron. Debe subrayarse que muchos de los testimonios son de épocas muy recientes, tanto que con algunos de los protagonistas este autor ha compartido vivencias, luchas, alegrías y lágrimas durante años. Se puede decir que esta novela es ficción, pero está siempre basada en hechos reales, que, si bien quizá no los padeció María Mercedes Antxeta en todos los detalles, sí otros que tuvieron la desgracia de caer en manos policiales años después y que fueron torturados con la misma saña.
Al leer y estudiar esos testimonios que han servido para darle cuerpo a la novela, el autor ha sufrido mucho. Sin lugar a dudas es el trabajo más difícil que haya realizado nunca. Los gritos de angustia, el miedo recorriendo la piel golpeada, el olor a carne quemada por los electrodos, la percepción de la proximidad de la muerte mientras te sumergen la cabeza en una bañera llena de un líquido inmundo, el dolor de los golpes, las amenazas… se han vivido como propias durante los meses que la investigación se ha prolongado. A veces la duda era muy grande, tan grande que no sabía si disponía de suficientes fuerzas para continuar adelante y concluir el trabajo. Al final fue la conciencia la que se impuso, sobre todo la conciencia de saber que toda la sociedad vasca les debe mucho a quienes han sido víctimas de la tortura. Les debemos la verdad, les debemos la reparación, les debemos el romper el silencio impuesto, y, sobre todo, les debemos la necesidad de garantizar que ya nunca más puedan reproducirse situaciones como las que vivieron.
Que esta novela sea un homenaje para una joven vasco-venezolana asesinada por los torturadores de todos los tiempos, y que sea asimismo también un homenaje a quienes sufrieron en carne propia el mismo destino.

Noviembre 2024

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